Me fui a Jordania para curar un profundo dolor interior. Todos estamos hechos de naufragios y este fue, para mí, un viaje en busca de salvación.
Hay un antes y un después en todos los viajes y sucede siempre algo curioso: que la persona que se va no es la misma que vuelve.
Wadi Rum fue el primer desierto que vi en mi vida y quedé absolutamente impresionada por su belleza. Un amor fulminante, un rayo de luz abrasador. Sólo estuve unas horas pero fue rozar la eternidad.
Esta inmensidad donde los colores se abren en un abanico que atesora todas las variedades de rojos, naranjas, ocres y marrones que imaginar puedan, es un verdadero tesoro. Se trata del único desierto de tierra que existe en el mundo. Seguro que cuando piensan en el desierto, imaginan un paisaje de dunas infinitas con arena amarilla. Pero hay tantos tipos de desiertos como países que los albergan. Wadi Rum –cuyo nombre significa Valle Alto- es un perfil de rocas arañadas atrozmente por el paso del tiempo, adornadas con árboles desnudos y atravesadas por cañones cuyas formas han sido esculpidas por miles de años. No hay nada igual a este lugar vestido de serenidad y cielos azules protegido por el silencio.
Caminé entre sus montañas y subí a sus dunas, feliz como si volviera a mi infancia. Qué descubrimiento. Me recuerdo inmensamente feliz hundiendo las manos en esa arena color azafrán, tomando un puñado entre los dedos y dejando que volara con el viento, igual que la vida.
Las beduinas me enseñaron a proteger la piel de ese sol mortal que todo lo quema. Cogen un par de piedras y las frotan una contra otra hasta que sale un polvo rojizo que se aplican en el rostro –la única zona de su cuerpo que queda expuesta-. Llevan toda la vida sobreviviendo en medio de ésta aridez y han aprendido a convivir con la adversidad del clima.
Cuando llegó la hora de irse, nos subimos a los todoterrenos y, no recuerdo por qué, no había sitio para todos en los asientos, así que nos pidieron que alguno fuera en la parte de atrás del vehículo. Me ofrecí voluntaria inmediatamente. Cerraron las portezuelas tras mí y me senté en el suelo, mirando hacia el exterior por las amplias ventanillas. Arrancamos y nos fuimos alejando poco a poco de esa extraordinaria silueta de montañas violetas acariciadas por las nubes. La gente iba hablando y riendo en sus asientos y yo me evadí en la soledad de mi cubículo, las voces se fueron apagando en mi mente, y de pronto estábamos solos el desierto y yo, en una mágica comunión, en una silenciosa conversación donde yo le hablé de mi dolor y él me curó. La carretera se ensanchaba, las dunas me decían adiós y sonreí. Fue un momento místico, de soledad infinita pero agradecida, de introspección depurativa, con su huella aún en mi rostro en forma de arena. Y pude, al fin, rozar la calma y entrar en la paz. Mi paz.
Así fue la íntima despedida de un lugar al que sueño con volver, quedarme a dormir en alguna jaima, mirar las estrellas, calentarme las manos al borde de una hoguera, escuchar a los camellos, observar el lento paso de las nubes y volver al principio de todo, al punto donde el mundo comienza. Debo asegurarme de que el viento no ha desenterrado el dolor que allí dejé guardado. A veces uno necesita huir muy lejos de sí mismo para rehacerse.
Después de este han venido otros desiertos. También otros mares y otras selvas, y montañas y lagos y volcanes y bosques… Pero nunca he vuelto a sentir en otro lugar lo que sentí en medio de la roja inmensidad de Wadi Rum. Sólo el tiempo puede dinamitar ciertas nostalgias.
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