Hace unos meses, cuando estaba preparando este proyecto de atlas sentimental, mi amigo J.A. me llamó desde Boston una tarde y me pidió que hablase de lugares donde la gente pudiera abrazarse y besarse. Nunca se me había ocurrido esta premisa para recomendar un punto del planeta y prometí que pensaría en ello.
Días después vino a mi mente uno de los besos más famosos del mundo. Ese en el que una enfermera se derrite entre los brazos de un marinero durante el final de la Segunda Guerra Mundial.
Les cuento... El 14 de agosto de 1945 Japón firmaba su rendición y todo Estados Unidos se echó a la calle para celebrar el final del conflicto armado.
Fue en Nueva York, en Times Square, donde una enfermera, Greta Friedman, se dejó llevar por la euforia del momento -¿quién no lo haría?- y cayó rendida en el efusivo abrazo de ese hombre con traje azul y gorrito blanco que la sujeta por la cintura. ¡Qué momento! Alguien inmortalizó para siempre un segundo mágico que representa totalmente la pasión humana. Fue el fotógrafo Alfred Eisenstaedt quien tuvo la suerte de captar con su cámara Leica esta imagen icónica de la historia.
Varios hombres y mujeres dijeron ser los retratados en esa fotografía años después de ser publicada. Greta vio la imagen en la década de los 60, veinte años después nada menos, en un libro del fotógrafo y se reconoció a sí misma, pero eran varias las candidatas que se disputaban tal honor. Se puso en contacto con la revista Life, primera publicación que había expuesto la obra, y ahí le informaron del jaleo que había con la verdadera identidad de la protagonista.
Nació en 1924 en Austria, bajo el nombre de Greta Zimmer, y emigró a Estados Unidos en 1939 junto a dos de sus hermanas tras la ocupación nazi. Su familia original se disolvió entre varios países debido a la persecución de los judíos. No volvió a ver a sus padres dado que ambos murieron en el holocausto.
Aquel 14 de agosto estaba trabajando como asistente de un dentista, por eso salió a la calle con su uniforme blanco y se mezcló con el gentío que llenaba el centro de la ciudad. Nueva York era una fiesta y esa foto un símbolo eterno de un momento crucial.
Fue George Mendosa, un veterano de guerra, el que aquel día tomó a Greta por la cintura y la besó en esa pose que ha quedado grabada para la posteridad. Estaba de permiso en Nueva York cuando se enteró de la noticia y salió a celebrarla como el resto del país. Se topó con la enfermera en medio de la plaza y acto seguido la agarró y se fundieron en ese beso loco. Ni siquiera sabían cómo se llamaban. Otro fotógrafo, Victor Jorgensen, inmortalizó el momento desde un ángulo diferente y publicó la fotografía en The New York Times.
“No fue algo romántico, sino una forma de decir: gracias a Dios, la guerra ha terminado”, declaró Greta. Falleció en Virginia a los 92 años. George lo hizo en Rhode Island a los 96. En los tiempos actuales se ha llegado a considerar acoso y agresión ese instante eufórico. Más allá de la controversia, yo prefiero pensar que son estas pasiones las que mueven el mundo y nos salvan de la tristeza. Era otra época, otras circunstancias y un lugar muy concreto: en este caso, el contexto lo es todo. Para qué complicarlo más.
Y para recordarles este beso y su historia, hoy les llevo al puerto de la ciudad californiana de San Diego. Allí, una reproducción gigantesca de esa pareja que todos conocemos, hace sombra al atardecer sobre las olas. La gente se acerca a admirarla y a sentirse un poco pequeñita. Se comen un helado apoyados en las piernas interminables del marinero. Y todos podemos soñar que somos los protagonistas de ese beso con mayúsculas que marcó el final de una época y el comienzo de otra. El beso que dejó atrás una maldita guerra y encaminó al mundo hacia la ansiada paz.
En fin, no hace falta ir a Nueva York ni a San Diego para besarse. Cada uno es libre de elegir el momento y el lugar. Sólo les digo una cosa: bésense, bésense mucho. Todo lo que puedan. No paren de besarse. Iluminen el instante, enciendan el deseo. Róbense un beso en la esquina de la cocina mientras calientan el café, o cuando se cruzan por el pasillo de casa. No se queden con las ganas. Déjense llevar, que no somos nada y nada vamos a dejar aquí.
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