Cuando uno empieza a viajar se hace consciente de que el mundo es inabarcable. Da igual que vaya tachando nombres de países en una lista o pinchando banderitas en un mapa: el planeta azul es infinito. Nadie, nunca, conseguirá verlo entero. Y esto, lejos de amilanarme, refuerza aún más mis ansias y curiosidad por seguir conquistando territorios y culturas nuevas. El viajero debe ser inquieto y curioso por naturaleza, de lo contrario se va apagando en su zona de confort. Nos mueve el calambre, la intención y el universo. Y algo se rompe, siempre, en el camino.
Pongamos que estamos en Perú. Kilómetro 245 de la Panamericana, región de Ica. Pongamos que llegamos a una playa diminuta posada en medio de un paisaje volcánico apocalíptico. Como si este no fuera realmente su lugar. Un mundo en el fin del mundo. Pongamos pelícanos, lánguidas barcas, un par de casas hechas con cuatro ladrillos y un horizonte de montañas inalcanzables. Pintemos el cielo con acuarelas de tonos naranjas y ocres. Estamos en Lagunillas.
Este pequeño fin del mundo es la reserva de Paracas, a unos kilómetros de Pisco, y resulta un lugar huérfano del tiempo. Han pasado los años de largo, todos los días, todos los vientos. El sol brilla implacable. Se ha reunido aquí la arena, el cadáver perdido de algún lobo marino y una nube de aves. Mantiene un embarcadero artesanal y lo habitan algunos pescadores que fuman al atardecer cuando vuelven del mar. El agua les trae bonito, cabrilla, cabinza, pejerrey y jurel además de erizos, choros, lapas, chanque y pulpo. Es reconfortante saber que existen aún lugares así.
J. y yo nos sentamos en la cumbre de una duna a observar en silencio el movimiento de gentes y gaviotas. Se iba la tarde ante nuestros ojos. Qué solos estábamos. Los niños jugaban en la orilla, sus voces apenas nos rozaban. El agua verdosa y extrañamente fría era un espectáculo desde lo alto. Se movía mansamente como si estuviera encerrada en una burbuja de cristal. Dejamos atrás todas las preguntas y los perdones. Nos faltó una botella de vino, compañero. Podemos olvidar por un instante que algún día seremos viejos, me dije.
Hay un restaurante con paredes desconchadas (“La Tía Fela”) y los gigantescos pelícanos esperan en la puerta trasera a que alguien salga a tirar los desperdicios de pescado y marisco. Cada uno resiste como puede. No esperen ningún lujo, estamos en medio del vacío. Las cosas funcionan a su ritmo, es decir, lentamente. Aquí manda la Naturaleza.
Ni siquiera hay estaciones, el invierno es igual al verano. Qué raro, verdad. Tal vez sea este el origen de todos los adioses. Está el tiempo, como digo, detenido. Convertido en mineral y delicadeza. Hoy empieza todo. Los augurios galopan por el camino de tierra que nos trajo hasta aquí. Me gustó esa sensación de vivir en la incertidumbre de qué día era. Como si alguna vez hubiera importado. No tenemos más planes que la vida. Es así como debería ser siempre.
Me acordé, también, de Las mujeres y las armas, un maravilloso poema de Vicente Gallego:
Pero yo sé que habrá, de vez en cuando,
algún modesto obsequio de los días:
alcohol y noches, tangos, libros, cuerpos,
o quizá el verso hermoso que hoy me huye:
escudo ante las llamas, armas blancas
contra el devastador ejército del tiempo.
Ya volveremos a la rutina después. Nos esperan las agujas del reloj, la cama sin hacer, un horario desquiciante, el vértigo de seguir buscándome, mil ausencias y el suspiro del otoño frente a la chimenea. Pero no seremos los mismos. No puedo –ni quiero- dejar de contarte todo lo que algún día viviremos. Nos quedamos en el recuerdo de esta playa perdida. Cinco minutos más, por favor. No me despiertes, apaga la luz, quiero seguir soñando. Y tachando nombres imposibles de países en mi lista de “Algún día”.
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