Les contaré un pequeño secreto: cuando uno es testigo de una escena de amor adquiere varias responsabilidades. Primera, la de guardarla bajo llave porque nadie da permiso para compartirla. Segunda, la de envidiarla porque uno quisiera verse en esa situación y ser protagonista de una pasión que quizá ya no recuerda. Y tercera, aceptar que, de algún extraño modo, ha pasado a formar parte de ella.
Eso me sucedió a mí en un restaurante de Viena. Se trata del Palmenhaus, un edificio dentro de Burggarten, un jardín en el corazón de la ciudad. Este vergel lleno de estatuas interesantes y rincones en los que hacer un picnic cuando las temperaturas lo permiten, atesora también un magnífico invernadero reconvertido en brasserie. Lo encontrarán entre la residencia imperial y el palacio de las artes. Fue construido por los Habsburgo a finales del siglo XIX cuando Napoleón abandonó la capital de Austria. Es, literalmente, una Casa de Palmeras de estilo art noveau con el tejado y paredes de láminas de vidrio. La luz que se cuela entre las hojas de las plantas le da un aire tan chic y delicado que nunca querrán irse de aquí.
Es como estar en medio de una jungla de diseño. Hay multitud de plantas colgando de las paredes pero las protagonistas, cómo no, son las palmeras. Esa sensación de frescor mientras uno saborea los deliciosos platos que elegantes camareros sirven con una amabilidad de otro siglo es insuperable. La sombra de las plantas tropicales protege de los rayos que entran por las paredes vidriadas y la cúpula del edificio. Aquí se puede degustar goulash, frittatensuppe, Wiener schnitzel y otras joyas de la gastronomía vienesa. Es, al mismo tiempo, coctelería, café y restaurante dentro de un oasis. Añadan a sus atractivos un museo de mariposas anexo y tendrán la excusa perfecta para pasar allí unas horas muy agradables.
Pero vamos al quid de la cuestión. No sólo me gusta este restaurante porque es un lugar único en el mundo y si uno está en Viena puede –¡y debe!- concederse el placer, al menos una vez en la vida, de tomar un café en un sitio así. Es que aquí fui testigo privilegiado de una escena de amor preciosa que disfruté observando tras las hojas de esas palmeras de las que he hablado y como este es un atlas sentimental, rompo el secreto que debí guardar y comparto la imagen del amor. Sí, lo sé. Sé lo que están pensando. Es lo que da el anonimato: ellos no me vieron a mí pero yo a ellos sí. No sólo pude mirarles sin cortapisas, además cometí la osadía de fotografiar ese instante mágico en el que ella le acaricia la cabeza mientras sonríen narcotizados por esa nube de sentimientos que se pueden palpar en el aire.
Verán las plantas rodeando la escena, una camarera que coloca los objetos de la mesa de al lado, otros camareros al fondo y sillas vacías, sí. Y verán el amor como yo lo vi: sencillo, auténtico y volátil. Sin saber que están siendo retratados y que esa imagen va a viajar conmigo hasta ustedes. Y saben, sentí envidia. Pero no de ella. En realidad yo quería ser él, porque el modo en que la mujer le miraba era tan emocionante y vívido que me transportó a otros momentos que una vez fueron míos y sólo míos.
“Las ciudades son iguales, nunca dejes que te engañen, / todas tienen asesinas, oficinas, carnavales, / matrimonios aburridos, adivinos sin destino, / camareros que soñaron ser astronautas de niño.” Eso canta Luis Ramiro en “Flor de invernadero”. Quizás él también estuvo aquí.
Hay muchos elementos que forman parte de un viaje. No sólo los mapas o las fotos o los escenarios de película. A veces el viaje está en el interior de uno. Y en ese tipo de viaje, amigos, hay un único pasajero. Se puede vivir en el incierto brillo de una mirada. O en la nostalgia de lo que no es nuestro. En un recuerdo robado a otros. En un instante burlado al tiempo dentro de un invernadero vienés. Aquel en el que el reloj se detuvo y sólo existimos nosotros. Quién lo hubiera pensado…
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