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21 Septiembre, 2022

En el número 58 de la Rua das Portas de Santo Antão, en la bella Lisboa, hay un letrero de neón que anuncia la Casa do Alentejo. Es una fachada típicamente lisboeta de casa de bien, no destaca por nada en especial, pero guarda uno de los mejores tesoros de esta ciudad que siempre acoge al viajero preso de melancolía.

La primera vez que estuve en esa urbe cortada por el río Tajo llevaba en el bolso un mapa con este punto señalado en bolígrafo rojo. No hacía ni dos horas que había aterrizado cuando crucé la puerta de entrada a algo totalmente inesperado. En varias guías había leído comentarios del tipo “está un poco escondida pero no dude en entrar libremente y sumergirse en esta joya”. Había llegado la hora.

Una escalinata nos guía hacia el recibidor y dejamos atrás una vidriera donde se puede leer el lema “Alentejo, um povo, uma cultura, uma regiáo”. Quedo deslumbrada al acceder a un patio de estilo árabe bañado por la luz. Nadie nos mira ni nos impide avanzar por un edificio vestido con balcones de madera, azulejería de todos los colores y geometrías impecables. Los muebles tallados son espectaculares y apenas hay gente moviéndose por este palacio moro del siglo XVII oculto a la mirada de la calle. Sorprende la influencia islámica en un lugar como este, mezclada con el alma portuguesa de los preciosos azulejos. Las columnas también son de madera y hay una pequeña taquilla (bencaleiro) donde pregunto a un hombre si debemos pagar algo por entrar y me dice que por supuesto que no.

Así que adelante. Recorremos en el piso superior varias bibliotecas, acariciamos libros, admiramos salas que parecen esperar una orquesta y un baile, otras donde todo está dispuesto para comer con una elegancia atemporal. También hay periódicos del día, maravillosas vidrieras, sillones, lámparas, banderas y una exposición de cuadros. Todo es sublime.

Incluso, allí dentro, hay un restaurante con un precioso mural, donde la gente bebe y conversa con tranquilidad, ajenos al paso del tiempo que corre por los pasillos. Y estamos en Lisboa y ya somos parte de esta ciudad enamorada de la nostalgia.

Este edificio del barrio de la Baixa cumple la misión de ser corazón de la cultura alentejana. Se utiliza para presentaciones de libros, lecturas de poesía, conferencias, actos gastronómicos o artesanales y bailes sociales. Situado en el antiguo Palácio dos Viscondes de Alverca, la planta baja de tipo neoislámico deriva en la siguiente altura hacia lo oriental, con dos inmensos salones de estilo Luis XV. La luz se cuela por amplios ventanales que iluminan unos techos con pinturas murales y magníficas lámparas de cristal. De 1917 a 1928 fue un casino de lujo. Hoy se mantiene gracias a las conferencias y recitales además del restaurante.

Años después de quedar deslumbrada por primera vez con esta maravilla, volví con S., una rusa de 75 años con la sutil energía de una bomba atómica, para mostrársela a ella y poder yo comprobar si todo había sido un sueño o seguía igual. Cuál fue mi sorpresa cuando pude dar marcha atrás en el tiempo al subir la escalinata y encontrar de nuevo todo tal como lo recordaba…

Allí estaban los silenciosos salones, el rayo de sol iluminando un ramo de flores sobre una mesa camilla y un piano callado. Nadie a nuestro alrededor. Fuimos dos seres vagando por los pasillos y adentrándonos en el alma del palacio. Era otro tiempo distinto pero todo seguía igual. Me asomé a uno de los balcones a observar el hormigueo en la calle de los turistas y los lisboetas. Allí fuera todo iba demasiado deprisa.

Mientras tanto, S. se puso a bailar entre las mesas, presa de un arrebato danzarín prodigioso. De repente estaba poseída por el espíritu de Barýshnikov y se deslizaba como una pluma en el viento. Pude imaginar el aleteo del aire a su alrededor que salía por la ventana para sobrevolar el mundo y acabar convirtiéndose en un terremoto en Japón. En una de esas volteretas le tomé la mano y, durante unos instantes mágicos, nos volvimos, ambas, volátiles

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