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21 Abril, 2023

Permítanme que les hable de Miles. Miles es un profesor de literatura, entrado en años y kilos, que está precipitándose por la depresión después de haberse divorciado. No consigue superar esa separación y ha escrito una novela en la que ha volcado todo su pequeño universo personal. Es un tipo corriente al que le gusta leer y jugar al golf, pero su verdadera pasión es el mundo del vino, todo lo que le rodea y representa.

Miles es el mejor amigo de Jack, un actor mediocre con una carrera también en decadencia al que conoce desde el instituto. Jack es embaucador, mujeriego y desinhibido, y está a punto de casarse con su novia así que Miles le prepara una ruta por una zona de viñedos en California que es una despedida de soltero en toda regla. Ha organizado todo al detalle, serán unos días de amistad compartiendo partidas de golf, comiendo en maravillosos restaurantes y degustando los mejores caldos de la zona.

Al poco de partir Miles se da cuenta de que los objetivos de su amigo son distintos a los suyos. Jack quiere aprovechar sus últimos coletazos de libertad mientras Miles está dispuesto a instruirle en el arte vinícola y la excelencia de vivir, en parte también para animarse a sí mismo en su caída por el precipicio de la depresión. Son dos personas muy distintas y pronto aparecen los primeros roces.

En un restaurante al que Miles suele acudir cuando viaja a esa zona coinciden con Maya, una camarera también divorciada, muy atractiva e interesante, que tiene una relación cordial con él cuando se ven. Maya tiene una amiga, Stephanie, y arreglan una cena todos juntos para charlar y conocerse mejor. Miles se encuentra en su salsa hablando de enología con Maya mientras entre Jack y Stephanie salta la chispa de la atracción. Por supuesto ninguno explica a las chicas que están disfrutando de los últimos días de soltería de Jack.

Tras la cena se van los cuatro a casa de Stephanie y la noche y el alcohol traen sus consecuencias: Jack y su nueva conquista se encierran en la habitación a dar rienda suelta a sus instintos. Miles y Maya están en la cocina sirviéndose unas copas y hablando de lo que más les gusta.

-¿Y qué joyas tienes en tu colección? –pregunta Maya mientras descorcha una botella.

-Ah, en realidad no llega a la categoría de colección, en fin, es sólo una pequeña recopilación en un mueble-bar. La verdad es que nunca he tenido dinero para eso, tengo que ir de botella en botella, tengo algunas cosas que voy guardando, claro, supongo que la estrella sería un Cheval blanc del 61…

 Maya, impresionada, deja el abridor en la mesa y le mira.

-¿Tienes un Cheval blanc del 61 por ahí tirado?

-Sí, tengo uno –confiesa Miles un tanto abochornado.

-Ve por él, ¡en serio!... ¡rápido!... –pide ella mientras él ríe. –Los del 61 están alcanzando su punto álgido ahora, al menos es lo que he leído. Puede que ya sea demasiado tarde, ¿a qué esperas?

-Ah… no lo sé… Una ocasión especial con la persona idónea. Tenía que ser para mi décimo aniversario de boda, pero…

-El día que abras un Cheval blanc del 61 será la ocasión especial –afirma Maya mientras dispone un par de copas sobre la mesa de la cocina.

Después pasan al salón y se sientan en el sofá, donde Miles habla de su novela. De fondo se escuchan las risas de sus amigos. Maya le cuenta que está haciendo un máster en horticultura para, quizás, trabajar en una bodega. Los sonidos que llegan desde la habitación van cambiando por lo que ellos, visiblemente incómodos por la situación, salen al porche a hablar en la calma de la noche californiana.

Allí sentados, con los grillos poniendo otra banda sonora más agradable, Maya le pregunta por qué le gusta tanto la variedad de uva Pinot.

-No sé… Es una uva difícil de cultivar, como tú ya sabes, ¿no? Es de hollejo fino, temperamental, madura temprano… Es, sabes, no es una superviviente como la Cavernet, que puede crecer en cualquier sitio y hasta con fuerza cuando se desatiende. No, la Pinot necesita atención y cuidados constantes y, de hecho, sólo puede crecer en ciertos rinconcitos recónditos muy concretos del mundo. Y sólo… sólo los viticultores más pacientes y cuidadosos pueden conseguirlo en realidad. Sólo alguien que dedique su tiempo a entender el potencial de la Pinot puede lograr sacarle su máxima expresión. Y además sus sabores son los más evocadores y brillantes, sí, emocionantes y sutiles… y antiguos del planeta.

Maya le mira embelesada, absorbiendo cada palabra, la pasión que pone en lo que explica.

-No sé –continúa explicando Miles-, los Cavernets también pueden ser potentes y espectaculares pero, por alguna razón, me parecen demasiado prosaicos, yo qué sé –Maya se ríe escuchándole. - ¿Y tú qué? ¿Por qué te interesa tanto el vino?

Ella mira hacia arriba, pensando una respuesta a esa pregunta que tal vez nunca se ha hecho.

-Creo que… empecé a interesarme a través de mi ex marido. Tenía una especie de bodega enorme sólo para fardar, pero luego descubrí que yo tenía un paladar bastante fino y, cuanto más bebía, más me gustaba lo que me hacía evocar.

-¿Como qué? –pregunta Miles, interesado.

-Como lo farsante que era él –responde Maya arrancándole una carcajada. – Verás, me gusta pensar en la vida del vino. En que es una cosa viva. Me gusta pensar en qué pasaba el año en que crecían las uvas, en cómo brillaba el sol o si llovía. Me gusta pensar en toda la gente que cuidó y recogió las uvas y, si es un vino añejo, en cuántos de ellos ya deben estar muertos. Me gusta ver cómo un vino sigue evolucionando. Por ejemplo, si abro una botella de vino hoy, sabrá distinto a cómo sabría si la hubiese abierto cualquier otro día. Porque un vino embotellado en realidad está vivo, y… evoluciona y adquiere complejidad constantemente hasta alcanzar su punto álgido. Como el tuyo del 61. Y entonces empieza su constante e inevitable declive.

Miles la escucha, conmovido y rendido a su encanto, en el tiempo detenido de esa conversación, ese porche y esa noche que les arrulla como un manto de terciopelo.

-Y además tiene un sabor que te cagas –remata ella quebrando la magia del instante. Durante esas palabras, mientras él atendía a cada frase saliendo de su boca, ella ha posado su mano en la de él y algo invisible, poderoso, ha sucedido en su interior.

Miles escapa al baño para mojarse la cara y llamarse pringado a sí mismo en el espejo. Está superado por las sensaciones que Maya acaba de provocarle. Al salir, ella le espera en la cocina y él se lanza a darle un beso torpe.

-Debería irme –dice Maya antes de abrazarle, un poco desubicada por el rumbo que están tomando las cosas entre ellos. Y se marcha. Pero Miles le presta una copia de su novela antes de irse para que la lea.

Al día siguiente, Jack le deja abandonado para irse con Stephanie. Poco después le confiesa que cree que se está enamorando de ella y ya planifica cancelar la boda y empezar una nueva vida. Miles le escucha furioso, pidiéndole que recapacite. Ahora los planes juntos incluyen a la hija de Stephanie y todo lo que Miles había preparado se diluye.

Una noche, tras pasar el día todos juntos en bodegas y hacer un picnic al atardecer, Maya conduce su coche con Miles sentado al lado. Él no puede apartar los ojos de ella, está ensimismado en todo lo que su presencia le transmite. Maya le lleva a su casa y, esa vez sí, se besan apasionadamente en la puerta y pasan la noche juntos.

Un día después la magia perdura y salen a ver un mercadillo, comprar cosas y sentarse a leer bajo la sombra de un árbol. Es evidente que están muy cómodos uno con el otro hasta que a Miles se le escapa el detalle de que su amigo se casa en unos días. Maya le cuenta muy nerviosa que Jack ha estado haciéndole promesas de amor y futuro a Stephanie, discuten y ella le pide, muy enfadada, que la lleve a casa. Todo se ha roto en pedazos.

-Sabes, he pasado los últimos tres años de mi vida intentando salir de una relación de la que sólo quedaba decepción y empezaba a irme bien –le explica ella antes de bajarse del coche.

-Y yo no había estado con nadie desde mi divorcio. Esto ha sido muy importante para mí, Maya. Poder estar contigo y… lo de anoche. Me gustas muchísimo. Y… y yo no soy Jack. Soy, soy… soy sólo su compañero de habitación de la universidad –se justifica Miles.

 Pero las cosas aún pueden ir a peor. Miles recibe la noticia de que no van a publicar su libro y enloquece de rabia.

-Ya escribirás otro –le dice Jack mientras miran el mar sentados en un banco. –Tienes cantidad de ideas…

-No, se acabó, no soy escritor, sólo soy un profesor de literatura. Al mundo le importa una mierda lo que yo tengo que decir, no soy necesario, soy tan insignificante que ni siquiera puedo suicidarme –explica, abatido. – No puedes suicidarte hasta que te hayan publicado algo…

Finalmente, vuelven a casa, Jack con la nariz rota porque Stephanie le golpeó con el casco de su moto al enterarse de la verdad, y se celebra la boda. Se acabaron las juergas, los escarceos y el libre albedrío, hay que ingresar en la madurez y el compromiso. Al terminar la ceremonia, Miles se marcha en dirección opuesta al convite y regresa a su casa un poco alterado. Abre un armario y rebusca algo allí dentro. Acaba la noche cenando en un local de comida basura, ante un plato de fritos grasientos, pero tiene escondida, a su lado, la botella de Cheval blanc del 61 que con tanto apego había guardado. Y, clandestinamente, se sirve un vaso tras otro, agita el preciado caldo en ese envase de plástico vulgar y se deleita, emocionado, en esa sinfonía de sabores tras cada trago.

En el valle de Sonoma, en las bodegas Viansa, bajo un cielo azul de ensueño, con un fondo de montañas y una alfombra de viñedos ante el viajero, podemos degustar los vinos que aquí germinan y se convierten en néctar de dioses. Los edificios, asentados en lo alto de una colina, tienen un estilo inspirado en la Toscana italiana y, en los jardines, incluso hay una réplica de “il porcellino”, el jabalí de bronce que da nombre a una fontana de Florencia.

El trato al visitante es muy hospitalario y amable. Trabajan el Pinot Noir, Sangiovese, Chardonnay, Sauvignon y otras variedades que remiten a sabores frutales, cedro o especias. Celebran fiestas de compromiso, bodas, reuniones de familia o amigos en un entorno privilegiado rodeado de vides y olivos. Fue la familia Sebastiani la que fundó este lugar allá por 1990 y quiso impregnarlo de sus raíces italianas, convertirlo en una experiencia inmersiva en la riqueza de su cultura. Ya van por su cuarta generación al frente de la bodega y consideran a los clientes “amici di famiglia”.

Alrededor de la villa encontraremos unos humedales que son el hábitat de pájaros y diversas plantas nativas. Una de las posibilidades que se ofrece es el avistamiento de la migración de aves acuáticas que moran aquí provisionalmente. Su vino insignia, el Ossidiana, recibe su nombre de la obsidiana que se encuentra en los terrenos del valle, y rinde homenaje a las puntas de flecha que con ese material fabricaba la tribu Miwok, habitantes originales de la zona.

Sólo puedo decirles que aquí fui feliz, feliz con esa felicidad algodonosa que le sobreviene a uno al degustar entre amigos una copa de vino. Y que todo acompañaba: las reminiscencias de mi amada Italia, la degustación de panecillos, la soleada terraza con vistas al infinito, la brisa californiana y las vides que alfombraban la humedad de la tierra. Me gustó pensar en qué pasaba el año en que crecían las uvas, en cómo brillaba el sol o si llovía. Y en que tenía algo vivo, en continua evolución, en aquella copa que mi mano sujetaba para brindar. Era imposible estar triste o abandonarse a la derrota como le sucede a Miles, el protagonista de “Entre copas” (Alexander Payne, 2004), una película que, como los buenos vinos, envejece estupendamente.

Para él, todo sigue: las clases aburridas, los rostros apáticos de sus alumnos, el buzón vacío de noticias, la gris soledad, su alma de escritor frustrado, en fin, el fondo submarino de la vida. Allí donde todos corremos el riesgo de ahogarnos. Pero un día cualquiera, al llegar a casa y conectar el audio de los mensajes del contestador, mientras busca algo en la nevera, la voz de Maya inunda la cocina como un cálido océano:

-Hola, Miles. Soy Maya. Gracias por tu carta. Te… te habría llamado antes pero creo que necesitaba tiempo para pensar en todo lo que pasó y en lo que me escribiste. Otra razón por la que no te he llamado antes es que quería acabar tu libro, cosa que hice por fin anoche. Y creo que es realmente precioso, Miles. Se te dan muy bien las palabras. ¿Y qué más da que no lo publiquen? Tiene… tiene tantas cosas hermosas. Y también dolorosas. ¿De verdad sufriste todo eso? Tiene que haber sido horrible… En fin, últimamente aquí hace frío y no para de llover pero me gusta el invierno. Así que, escucha, si alguna vez decides volver a pasar por aquí, deberías decírmelo. Te diría que pasaras por el restaurante pero, a decir verdad, no sé muy bien cuánto tiempo seguiré trabajando allí porque voy a licenciarme muy pronto y seguramente querré cambiar de aires, ya veremos… Total, que como ya te he dicho, me ha encantado tu novela. No te rindas, Miles. Sigue escribiendo. Espero que estés bien. Adiós.

Y Miles conduce bajo la lluvia, bajo el invierno, y llega a casa de Maya y llama a la puerta…

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