Sri Lanka es uno de los países más desconocidos de Asia pero guarda tesoros que ningún viajero debe obviar. Envuelto en ese exótico misterio y el intenso aroma del té, se revela como un territorio espiritual y alejado del tiempo. Todo en él me pareció intacto y extrañamente quieto, como si un vendaval silencioso estuviera siempre a punto de llegar para borrarlo del mapa violentamente.
En el distrito de Matale, en la parte central de isla y cerca de la ciudad de Dambulla, se alza la Roca del León, llamada en cingalés Sigiriya. Si sufren vértigo les aconsejo que no suban y se limiten a admirarla desde la base. Al menos podrán soñar. Este tesoro está compuesto por las ruinas de un palacio unido a un monasterio y otros elementos aposentados en lo alto de una masa rocosa que emerge literalmente y de un modo asombroso en medio de la tupida selva. Ninguna explicación les hará imaginar lo que es realmente. Cuando uno la ve por primera vez queda absolutamente fascinado por esa silueta redondeada que dibuja el horizonte y parece inaccesible.
Sigiriya fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1982 y, créanme, lo merece. Es impresionante. Esta torre de vigilancia natural servía para divisar a los enemigos desde lejos y evitar invasiones. Su potencial como sistema de defensa es inmenso. Permaneció abandonada durante 5000 años, y puedo imaginar a esa selva tragándose día tras día la piedra y ocultando su naturaleza a la vista del ser humano. Una roca plácidamente dormida bajo su manto durante miles de años sin que nadie la molestara.
Por suerte, en 1908 –no hace tanto, si lo piensan bien- fue redescubierta y expuesta de nuevo al mundo. En realidad fue en 1831, durante la ocupación británica de Sri Lanka, cuando el Mayor del ejército Jonathan Forbes se topó con Sigiriya. La Roca estaba completamente cubierta de vegetación y no se llegó a detectar estructura alguna. Imaginen hasta qué punto la selva había engullido ese tesoro. Es el también británico John Still el que oficialmente descubrió Sigiriya 77 años después.
Para acceder a ella recorreremos los Jardines Reales, una larga extensión de terreno en la que iremos encontrando piscinas, fosos, árboles milenarios asomados a las aguas y restos de edificaciones que seguramente fueron construidas gracias no sólo a la mano del hombre sino también a animales como los elefantes. El sendero nos conducirá a los pies de la roca, donde se encuentran los restos del palacio inferior. Testigos de nuestro caminar serán los monos, que están por todas partes en este país.
El final del largo paseo nos lleva a las garras del león. Y no estoy hablando poéticamente, no. Estamos ya ante el nacimiento de la imponente roca, y cuando miren hacia arriba les dolerá el cuello por intentar avistar la cumbre infinita. Es en este punto, donde la roca emerge de modo repentino, donde han esculpido dos gigantescas garras de león. Y es aquí donde empezarán a sentirse de verdad pequeños. Incluso diminutos. Pero no hay que desanimarse. Nos espera el cielo.
Esta Puerta del León son los restos de lo que debió ser Sigiriya en su planteamiento: la cabeza de un león con las patas sobre la tierra. La entrada se realizaba por las fauces del animal, según inscripciones allí descubiertas. La garganta era visible desde kilómetros debido a su contraste de colores con la roca.
Entre las dos estáticas garras también se han tallado veinte peldaños de piedra, que dan acceso a una escalera metálica clavada en la roca. Cojan fuerza, respiren hondo, y empiecen a subir. Es posible que, si sopla el viento, noten el temblor de los escalones. También escucharán el zumbido de las avispas que anidan en los huecos. No tengan prisa por subir, e intenten hablar poco para ir soltando sus fuerzas gradualmente, dado que la subida es muy empinada y no resulta fácil.
Al terminar la escalera metálica, se accede a otro tramo en forma de caracol. Y este nos lleva al primer tesoro de la Roca: la Cueva de la Cobra. En ella encontraremos unos frescos coloridos y muy bien conservados sobre las vetas blanquecinas de la piedra, que representan a mujeres semidesnudas y portantes de bellísimas joyas, en diferentes posturas. A mí me llamaron especialmente la atención sus manos, dibujadas en forzados gestos. Se cree que son sacerdotisas o doncellas que muestran los rituales religiosos. También hay teorías sobre su identidad referentes a que pueda tratarse de las esposas del rey. Sólo quedan 19 frescos de los 500 que hubo en su origen.
Tras los frescos, accedemos por fin a la zona superior o cumbre de la Roca. Hemos coronado Sigiriya. En una vista general distinguimos perfectamente los restos del palacio y del monasterio, y las ruinas de varios muros dibujadas en la tierra. Pero no sólo eso: también la inmensidad. Estamos a 200 metros de altitud y el mundo, una alfombra salvaje y vegetal, se extiende a nuestros pies desde este mirador privilegiado. Al mirar abajo podemos distinguir el trazo simétrico y perfecto de los Jardines Reales, algo imposible cuando los recorríamos desde la entrada del recinto.
Aquí, en lo alto, es aún más sorprendente sentir cómo esa inmensa roca nace de repente de la tierra. Rodeada por el caos de la vegetación, cubierta por las nubes que casi podemos tocar, acariciada por un viento cálido, envuelta en la niebla matutina, este lugar es un milagro de la Naturaleza. La explicación a cómo se ha formado este punto singular del planeta es que se trata del cuello de un volcán extinto. Me pregunto si tiene raíces, y hasta dónde llegan. Me pregunto, también, si estarán conectadas con sus antípodas y si en algún punto del centro de la Tierra se enlazan con otras raíces y forman una trenza milenaria que guarda el equilibrio de esta mágica bola azul que habitamos.
Den un paseo tranquilo por la cumbre e intenten imaginar cómo era esto cuando alguien no sólo lo soñó, sino que lo hizo realidad. Cuántos seres humanos y animales estuvieron implicados en su ejecución. Me parece una locura y una tarea titánica llevar a cabo todo lo que aquí hubo. Piensen en cómo las gotas de lluvia se acumulan y estancan en lo alto de la guarida de este león que dormita vestido de piedra. Y cómo reflejan ese cielo cargado que tan cerca nos mira. Están en uno de los lugares más increíbles que se han construido.
Esta cúspide aparentemente plana y con forma elíptica ocupa nada menos que 12.000 metros cuadrados de extensión. En realidad está inclinada y lo notarán en los estanques escalonados que cubren su superficie. Me pareció precioso ese efecto espejo del agua presidiendo la cumbre. Y volviendo a demostrarme lo que antes les decía: que somos dramáticamente pequeños.
Fue el rey Kasyapa el que, entre los años 477 y 495, construyó los jardines y el palacio. Pretendía, además, pintar la Roca entera de color blanco para crear su visión de la ciudad mitológica de Alakamanda: la "ciudad de los dioses entre las nubes". Fue dieciocho años después de su coronación cuando entró en combate contra su hermanastro Mogallán y, consciente de que iba a perder la batalla, se quitó la vida con su propia espada. Sigiriya se mantuvo como complejo monástico hasta el siglo XIV, tras el cual fue abandonada. Pero en la cima aún se puede encontrar el sillón del rey excavado en la masa rocosa.
Cuando bajen, rozando el filo de la piedra, y lleguen a los verdes jardines, tómense un momento para volver la vista atrás y mirar Sigiriya con otros ojos mientras se alejan. Esta vez su mirada será la del conocimiento porque ya la hemos pisado, acariciado y coronado. Hemos estado ahí arriba, al borde del abismo. En ese instante les parecerá curiosamente solitaria en medio del paisaje, de un modo distinto a cuando la vieron por primera vez. Y estarán preparados para comprender la belleza de su soledad. Podrán despedirse entonces de ella y nunca olvidarán cómo sintieron la brisa, el peso poderoso y aterrador de las garras de piedra y el reflejo tornasolado en los estanques. Permitan que el león se duerma de nuevo en la placidez de la húmeda tarde mientras le dicen adiós.
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