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13 Agosto, 2024

Hay decenas, cientos, miles de ciudades en el mundo. Y cada una tiene su ritmo, su movimiento, su estilo y su voz propia. Cada ciudad a lo largo y ancho de este planeta ha encontrado su armonía y su tempo. Cada ciudad es única y vive exclusivamente dentro de sí misma.

El turista llega a, pongamos por ejemplo, una plaza emblemática. Se hace unas fotos, mira alrededor y se va. Corre al encuentro de otro punto neurálgico en el que retratarse para poder contar –y demostrar- que ha estado allí. El viajero –o sea, nosotros- llega a la misma plaza del ejemplo anterior. Y observa. Observa la vida que pasa, observa el rayo de sol que se posa en la flor de una maceta, observa un niño que corre tras una pelota.

Quizás haga una foto, quién sabe. Permite que el tiempo le traspase y, a su vez, él traspasa el tiempo. Respira el aire de esa plaza, convive con su naturaleza, escucha su imposible silencio. Y –esto es lo más importante- fluye. Fluye con ese vaivén de la ciudad al que ya pertenece, se agita con las palabras extranjeras que de pronto entiende, se llena de sabores y aromas nuevos, se asombra al ser partícipe de ese recodo de tiempo que puede atrapar para siempre.

Vamos a dar un paseo juntos por el barrio de Gamla Stan, en la bella Estocolmo. Una ciudad hecha de islas y puentes y calles empedradas donde los suecos y los viajeros se mueven con soltura y presumen de calidad de vida. Surge sobre el mar Báltico y el lago Mälaren en romántica convivencia y no le ha quedado más remedio que adaptarse a un clima casi nunca fácil.

Presidiendo el conjunto y visible desde numerosos puntos, encontramos la catedral Storkykran, también conocida como iglesia de San Nicolás. Su campanario de color verde contrasta con los cálidos tonos de los edificios que la rodean. Construida en el siglo XIII, es la más antigua de la ciudad. En su interior alberga una pintura de Jacob Heinrich Elbfas que refleja el parhelio, un fenómeno atmosférico que sucedió el 20 de abril de 1535, y que consiste en la aparición simultánea de varias imágenes del Sol reflejadas en las nubes dispuestas simétricamente sobre un halo.

Unido al barrio a través del puente de Riksbron, y ocupando la isla de Helgeandsholmen, llegamos al Parlamento o Riksdag. De estilo neoclásico y planta semicircular, su fachada central es rectangular y neobarroca. Se puede visitar con cita previa y acceder a la sala donde se reúne el Gobierno. En ella destaca un enorme tapiz que representa a la sociedad sueca mediante varios tonos de grises para demostrar que, en esta vida, no todo es blanco y negro.

En este punto sugiero asomarse al puente para disfrutar del aleteo de las gaviotas bajo el mismo. Me resultó hipnótica la ejecución de su coreografía y ese modo de relacionarse entre ellas, reunidas sobre el agua y bailando por encima de las olas. Sentí una envidia sana por su libertad, dibujando espirales en el aire, ajenas al paso de las estaciones. Recordé una frase de un poema de Juan Carlos Mestre: "…hay tigres en los cerezos y un adiós con tres llaves en el confesionario del buenos días…"

Y llegamos a la postal por excelencia de la capital sueca: la plaza de Stortorget. Esta es sin duda la primera imagen que aparece cuando uno busca Estocolmo en cualquier guía o página de internet. No es para menos. Es el núcleo histórico y el punto desde el que empezó a crecer la urbe. Mezclados con edificios de corte renacentista holandés están la Academia Sueca y el museo Nobel. Pero para mí destaca especialmente la vida que se acumula sobre este cuadrado adoquinado, donde pululan gentes de todas las nacionalidades disfrutando del colorido de las fachadas y de las numerosas terrazas donde tomar algo caliente tapados con mantas sobre las rodillas –una de las costumbres que más me gusta de los países nórdicos-.

Hagamos una pausa aquí. Simplemente para sentarnos en algún banco o entrar en un café y observar Estocolmo desde la barra, más allá del escaparate. Vamos a mirar a los turistas que no somos y nunca seremos, porque no sabemos viajar de ese modo. Veamos a los autóctonos yendo a la oficina, o comprando flores, o curioseando en alguna tienda de cómics y vinilos. Observemos los cambios de humor del cielo, que quizá nos regale un rayo de sol entre las nubes, en esas calles que no salen en las fotos: donde ocurre la vida. Es ahí donde tiene que estar el viajero, mezclándose con la ciudad.

Otro de los símbolos de Estocolmo se encuentra en la plaza de Köpmanbrinken. Se trata de la escultura en bronce de San Jorge y el dragón. Cuenta la historia de un dragón que anidó en la fuente que proveía de agua a la ciudad de Silene. Sus habitantes, aterrorizados, realizaban sacrificios humanos para conseguir el agua que necesitaban, hasta que llegó el turno de Cleolinda, la hija del rey. Para evitar su muerte, San Jorge luchó contra el dragón hasta cortarle la cabeza y resultó victorioso, salvando a la princesa. Se le representa blandiendo su espada en alto, montado sobre su caballo mientras el dragón se retuerce bajo ellos intentando defenderse. También está la princesa implorando acompañada de una oveja que simboliza la sumisión. Según la leyenda, San Jorge habló después con los habitantes de Silene de un modo tan cautivador que les convenció para convertirse al cristianismo.

Entren también en cualquier librería, en alguna tienda de antigüedades o una juguetería. Verán cuán diferentes somos unos europeos de otros. Es esa variedad la que debemos entender. Cada uno ve la vida a su manera, y todas son válidas. Aprendan todo lo que puedan, un viaje es siempre una lección infinita que debemos atesorar.

En cualquier caso, déjense llevar por su instinto. Las calles les irán guiando, no hace falta ceñirse a un rumbo fijo. Les esperan portales llenos de flores, talleres de cerámica artesanal, galerías de arte, bicicletas cuidadosamente apoyadas bajo una ventana, esculturas en fachadas y relojes que contabilizan los segundos uno a uno sin haber perdido jamás una milésima de tiempo. Así debería ser siempre, también en nuestra vida de todos los días. No sigan normas ni rutas ni un orden establecido. Perderse es el primer paso para encontrarse. Siempre.

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