(Texto y fotografías de Mila Ojea)
El río Chobe es un hervidero de sensaciones tan brutal que constituye un viaje en sí mismo. Esta masa fluvial nace en la meseta de Bié, en los altiplanos de Angola, fluyendo hacia el sudeste y formando durante un largo tramo la frontera con Zambia. Antes de llegar a Botswana cambia su rumbo al encajonarse en la línea de falla que se ubica en el extremo sur del Gran Valle del Rift, lugar donde recibe el nombre de Kwando.
Una vez en Botswana el nombre cambia a Linyanti, más adelante Itenge y, finalmente, en la puerta de Ngoma, se bautiza como Chobe. Es en este punto donde yo me encontré con él y me acunó a bordo de una lancha metálica con toldo que superaba todos los escollos para ofrecerme el escenario infinito en el que la vida se desplegaba a borbotones. En esta zona el río se remansa, se apacigua e incluso parece fluir en dirección contraria, como si quisiera volver a su origen, arrepentido, cercado entre la vegetación esmeralda que sus aguas sustentan.
La exuberante flora atrae a un extraordinario número de animales a la región, albergando la mayor concentración de elefantes de todo el país y probablemente la más grande de todo África, con una población estimada entre 60.000 y 120.000 ejemplares de elefante africano de sabana, el mayor mamífero terrestre que existe en el planeta. Esta especie de colmillos cortos y frágiles migra pasando de concentrarse en la estación seca en el Chobe a dispersarse en la temporada de lluvias por las depresiones del sudeste tras recorrer más de 200 kilómetros. La obligación del humedal es mantener a las poblaciones y sus ecosistemas durante todo el año.
En este río de los mil nombres todo son estímulos: el paisaje, los animales, el cielo, los oscuros sonidos. Quizás es este el lugar al que viene a morir el invierno año tras año. Se va sumergiendo en sus turbias aguas hasta desaparecer mezclado con el lodo y la bruma. En el hemisferio sur las lluvias son monzónicas y el clima tropical, por lo que su invierno austral sufre de frío en julio y muere de calor y humedad en enero. “Los ríos saben esto: no hay prisa. Llegaremos algún día”, dejó escrito Alan Alexander Milne.
Mientras uno se mueve por su cauce o sus orillas, la vida se despliega de un modo sensacional ante nuestros ojos. Forman y protagonizan el espectáculo elefantes, cocodrilos del Nilo, patos, búfalos negros, garzas, hipopótamos, kudus, águilas, facóqueros, pucús, gallinas de Guinea, impalas, jirafas, gacelas, chacales, buitres, cebras, leones, monos babuinos, hienas, leopardos… Todo es un desfile interminable. Esta es la experiencia más intensa del viaje: observar la salvaje naturaleza en acción, siempre al límite del último latido. En el país no existen vallas que impidan a los animales moverse de un lugar a otro, por lo que la presencia de fauna depende de los caprichos de la naturaleza. Ellos están en su lugar, es el ser humano el intruso.
En el corazón del río, en Savuti, el paisaje nos muestra las huellas de un inmenso y extinto lago que una vez cubrió el norte de Botswana cientos de miles de años atrás. ¿Cuál es la edad de un río?, me preguntaba mientras me deslizaba suavemente y se desplegaba ante mí aquel horizonte de seres moviéndose e interactuando unos con otros. Este lugar concentra un sinnúmero de depredadores, desde su gran población de leones a las hienas manchadas que ferozmente les disputan su territorio, manteniendo una eterna guerra por la supervivencia. Su pan de cada día, su cadáver de cada día. Una zona donde los guepardos cazan en los pastizales abiertos y las llanuras inundadas, mientras los bosques ribereños y los afloramientos rocosos son el lugar idóneo para buscar a los leopardos.
Hay una escena en la serie “Silo” (Graham Yost, 2023) que me remite al poderoso sentimiento que me atrapó en medio de este río. Les pongo en contexto: una comunidad sobrevive, en un futuro apocalíptico, dentro de un gigantesco silo subterráneo sin posibilidad de salir debido a la toxicidad mortal del exterior. En ese ambiente asfixiante hay tramas de poder, envidias, amistades, violencia y también amor como en cualquier sociedad que conozcamos. La secuencia que quiero contarles transcurre en un habitáculo donde están terminando de cenar Bernard, el alcalde del silo, y la jueza Mary. Ella no sabe que acaba de ser envenenada.
Están hablando cuando de pronto Mary empieza a sentirse mal. Y en un segundo, plena de lucidez, comprende lo que sucede. Él la mira callado, expectante pero sin rastro de culpabilidad. La jueza respira con dificultad y se aleja de la mesa, asustada, las lágrimas ruedan por sus pómulos y se lleva las manos al cuello.
-No estaba en el vino… -dice, intentando atar cabos.
-No sabía si beberías… Estaba en las setas –reconoce él con total serenidad.
-¿Y cuánto me queda? –pregunta Mary.
-Minutos. Menos de una hora.
Hay una breve discusión sobre los motivos de este acto, sobre el pasado que los unió y la comprensión de que no hay marcha atrás en lo que va a suceder.
-¿Puedo volver a la cafetería una vez más? Para ver el exterior por última vez –suplica ella.
-No –responde Bernard conmocionado. – Pero tengo algo…
Se levanta y saca de un armario unas gafas de realidad virtual.
-Te permite ver cosas – le explica. – Esto es real.
Le pone las gafas a Mary y ella entra en ese mundo de imágenes mientras tiembla con el veneno corriendo por su interior. Bernard la abraza por la espalda y le relata todo lo que sabe que está viendo:
-Inclina un poco la cabeza a la izquierda… ¿ves ese animalito descansando en el árbol? Es un mono capuchino de cara blanca… Observa… Va a saltar de ese árbol a tu derecha…
Mary se mueve en la dirección de las imágenes, integrada inmediatamente en la fantasía, sostenida por Bernard, boquiabierta por todo lo que sucede tras ese cristal negro artificial.
-Ahora… Mira abajo, a la derecha… Eso es una rana verde de ojos rojos… ¿la ves?
-Sí… -responde ella emocionada y alarga su mano como si pudiera tocar a la rana.
-Esos colores son un mecanismo de defensa… El verde es para camuflarse, le permite esconderse, entre los árboles, de los depredadores…
Mary parece desvanecerse por lo que Bernard la lleva hasta un sillón y la sienta.
-Rápido… ¡arriba!... mira… sobre los árboles, mira, es una bandada de quetzales… Se sabe que son machos por… por las plumas de la cola…
-Son preciosos… -musita Mary sin apenas voz. – Es una maravilla… Oh, es hermoso…
Bernard retira las gafas de su rostro y vemos los ojos de Mary encharcados por la emoción. Y entonces ella pregunta.
-¿Qué hicieron, Bernard?... ¿Cómo perdieron ese mundo?...
Y se desvanece en los brazos de él, que, ahora sí, llora como un niño.
Traigo esta escena a colación por el rumbo que lleva nuestro planeta en los últimos años y la incertidumbre sobre en qué derivará. Somos responsables de nuestras acciones y del futuro que dejamos a los que nos sucederán. Y, la verdad, lo estamos haciendo bastante mal –como otras mil cosas-. Eso unido al hecho de que ya no tenemos tiempo para arreglar ciertos desastres, hace que yo también me pregunte cómo estamos perdiendo ese mundo.
Dentro del concepto “mundo” hablo de un lugar como este. De este río, de los pastos orlados de flores que lo delimitan, de las ramas secas donde vigilan las águilas, del movimiento pesado bajo el agua de los hipopótamos, de las islas fluviales a veces regadas por una fina llovizna que dura un minuto, del anodino mascar de los kudus aburridos del brillo del humedal, de los bosques de mopane. En aquel momento el mundo era para nosotros una suerte de estación privilegiada y feliz. La idea de futuro sólo era una nebulosa. ¡Qué pena tan grande pensar que todo esto desaparecerá…! Dejamos un triste legado del que no podemos enorgullecernos. Ya no nos queda nada venturoso o ilimitado.
Me asombró la indiferencia con la que los animales nos veían, deslizándonos sobre el agua plateada, conscientes de que no suponíamos peligro alguno para ellos. Sin embargo, en un recodo cercano a la orilla, la hélice del bote se enredó en algunas raíces y quedamos varados. Mientras el dueño de la embarcación buscaba el modo de arrancar aquellos tentáculos vegetales que nos aprisionaban, sí que empezaron a acercarse los búfalos entre los juncos a curiosear y sentimos un leve nerviosismo imaginando cómo podría acabar aquello si no conseguíamos salir de allí. Al fin y al cabo no estábamos en nuestro hábitat de asfalto y adoquines y parques de hierba recortada. Pero todo salió bien y concluimos con éxito nuestro crucero.
El final del Chobe, conocido como tal, sucede cuando desagua en el río Zambeze antes de precipitarse por las cataratas Victoria. Toda esta tierra está dominada por la belleza y la crueldad a partes iguales. Así funciona el agónico mundo salvaje. Si cierro los ojos aún puedo verlo todo, como Mary tras el cristal negro de las gafas virtuales. En todo momento está sucediendo algo. Lo que sea, pero algo. Y todo, hasta el más mínimo movimiento, es extraordinario. El retorno a Edén es posible. Todavía. Pero no dejen pasar mucho tiempo: la vida apremia y se esfuma. Los ríos lo saben.
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