Wiktor y Zula se conocen en la Polonia de posguerra, es 1949, y se enamoran para siempre. El destino les llevará dando bandazos por Europa y por el tiempo, pero dentro de ellos el amor permanecerá firme.
Una noche de 1954 en París, después de una actuación en un club con su grupo de jazz, Wiktor toma un taxi y va a un bar. Y espera. Espera mirando a la puerta que no se abre, espera fumando, espera pidiendo otra copa a la camarera que limpia y le advierte de que están cerrando.
-Entre usted y yo: si no ha venido ya, es que no va a venir -dice la mujer.
En ese momento se abre la puerta y aparece Zula. Viste de negro. Se sientan y hablan. Ella se va de París al día siguiente.
-¿Estás con alguien? -pregunta.
-Sí -contesta Wiktor.
-Yo también.
-¿Y eres feliz?
Zula baja los ojos y desvía la mirada. Un rato después él la acompaña al hotel y caminan por las calles empedradas de esa noche parisina. Se despiden con un casto beso en un cruce. Ella se aleja por la calle pero de pronto se vuelve y deshace el camino para llegar hasta él de nuevo. Se abrazan fuertemente y se funden en un beso. Ella le empuja para romper ese abrazo y se va corriendo. Hay un dolor oculto. El eco de sus tacones resuena entre los edificios.
Más tarde Wiktor se tumbará en una cama donde le espera el cuerpo de otra mujer que hace preguntas. Y él dirá:
-He estado con la mujer de mi vida.
Vuelven a encontrarse en París y es 1959. Les vemos caminar de nuevo por esas calles, ahora es de día, ella sujeta un bolso con las dos manos, él porta una maleta. Ella está casada con un siciliano, pero eso da igual. Son detalles sin importancia.
-Lo importante es que tú no estás casado-dice Zula.-… ¿o sí lo estás?
Él niega y la abraza y recuperan ese intenso beso que dejaron a medias una noche de 1954.
-Te he estado esperando –reconoce Wiktor.
A partir de aquí París es una fiesta. Navegan por el Sena observando las criaturas nocturnas que pueblan las orillas, ella canta en su club y en su buhardilla, Wiktor fuma constantemente y se aman esperando que el viento siga soplando a su favor.
Todo esto sucede en una película conmovedora, “Cold war”, del director polaco Pawel Pawlikowski, calificada desde su estreno como obra maestra. No les cuento cómo termina porque eso no se hace, deben verla y dejarse herir por ella.
Todo el mundo sueña con ir a París, y los que han ido han visto un París propio que en nada se parece al de los demás. Su París. También yo tengo el mío y hoy les llevo a pasear por el barrio de Saint Germain des Prés. Lleno de restaurantes, chocolaterías, galerías de arte, tiendas de antigüedades y –lo que más me gusta- librerías, porque hay que dar al cuerpo los nutrientes necesarios para vivir. Por aquí callejeaba el dramaturgo Antonin Artaud, aquél que escribió eso de que “vivir no es otra cosa que arder en preguntas”.
Mi París huele a crêpe y a flores, algunas mañanas hay niebla y siempre tiene, en el horizonte, el perfil de la torre Eiffel. No podría ser de otro modo. Por las calles galopa el amor aunque ya no sean los años del Telón de Acero. Ese amor, filmado en blanco y negro, es más amor aún.
Pawlikowski muestra un París donde suena un elegante jazz nocturno y las mujeres se suben a la barra a bailar con los zapatos de tacón ardiendo, agitando sus vestidos y su pelo, desbocadas por el ansia de vivir. La película cuenta la historia de sus padres y a ellos está dedicada. “Reivindica una época en la que la gente tenía tiempo de mirarse a los ojos y enamorarse. Ahora no sucede, hay demasiado ruido alrededor”, cuenta el director. Y cuánta razón tiene.
Háganse un favor: mírense a los ojos. Vuelvan a verse. Descúbranse de nuevo. Es posible que, esta vez, sea para siempre.
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