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17 Diciembre, 2025

(Texto y fotografías de Mila Ojea)

El viajero desconoce, a veces, el poder que tiene el destino para llevarle a un territorio concreto, depositarlo ahí, permitirle la fluidez y la exploración, regirse por el instinto y dar con la clave de ese lugar que le estaba esperando. Somos animales curiosos, nos mueve la investigación y el deseo, huimos del cálculo y las líneas rectas. Un dragón ruge y se retuerce dentro de nosotros sin que seamos conscientes de ello.

Y he aquí el hallazgo. Donde hoy encontramos una iglesia dedicada al santo Jakob, en lo alto de una colina rodeada de viñedos, había antiguamente una villa romana que servía como lugar de pernoctación y control de la carretera que atravesaba Selva Negra de este a oeste. Ahora es una población de cuento, un escenario irreal de alma otoñal, y se llama Gengenbach. Algunos califican a este acogedor punto del estado de Baden-Wurtemberg como “el pueblo más bonito de Alemania” y no seré yo quien les quite la razón. Un simple paseo por sus calles empedradas les dejará sin aliento ante el encanto que exuda.

A mediados del siglo VIII se construyó en esa localización romana un monasterio y alrededor de él se instalaron agricultores y ganaderos. Es el comienzo de lo que hoy veremos convertido en la bellísima localidad. Se rodeó de una muralla defensiva con torres, alguna de las cuales sigue en pie, para proteger aquel conjunto de casas que crecía a toda velocidad. En el año 1360 fue elevada a Ciudad Imperial del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero en 1689, después de haber sido sitiada en dos ocasiones durante la Guerra de los Treinta Años, Gengenbach quedó arrasada por las tropas francesas en la Guerra de Sucesión del Palatinado.

Si desconocen ustedes o se preguntan qué es una guerra, lo explicó el poeta Ángel González cuando escribió esto: “La guerra es un saco sin fondo, un saco en el que cabe todo, ruidos, manchas de aceite, olor a pólvora, cristales que tiemblan, cristales que se rajan, cristales que se rompen, miedos, formas de llamar a la puerta, llamadas fuertes, llamadas débiles, llamadas sin respuesta, nuevas amistades, mañanas de sol, vacaciones interminables, sorpresas y costumbres, inquietudes y calmas, tumultos y soledades, tragedias y relámpagos de dicha, hallazgos, pérdidas, palabras vacías, palabras destruidas, palabras oportunas, silencios más llenos de la cuenta, secretos, colas interminables, racionamiento, apagones, horas de sed y un largo, penetrante, orgulloso azar que cose con hilo resistente los episodios y las emociones, las fechas y las cicatrices sentimentales para tejer el vértigo de un presente demasiado frágil y las perforaciones de unos recuerdos endemoniados, imprevisibles y sólidos que se hacen dueños de la memoria, en la primera o última fila, durante demasiado tiempo.”

Gengenbach fue reconstruida pero cien años después, por si no tenía suficiente, fue asolada por un impresionante incendio del que no se recuperó hasta bien entrado el siglo XIX. Llegó el tren, reconstruyeron numerosas fábricas, la industria y la población florecieron. El Valle del Kinzig divide en dos partes Selva Negra y fue durante muchísimo tiempo uno de los pocos lugares de paso de los comerciantes y ejércitos. Una de las ramas europeas del Camino de Santiago (aquí llamado Jakobusweg) atraviesa de este a oeste la región en su zona media y pasa por el pueblo antes de cruzar a Francia.

La entrada principal a la población es la Torre de Kingzitor, al sur del casco histórico. Fue construida entre los siglos XIII y XIV y era lo primero que veían los enemigos cuando llegaban. Sufrió grandes daños en la guerra pero consiguió seguir en pie con sus orgullosos 24 metros de altura. Fue aduana para todos aquellos que venían por el río Kinzig, que discurre delante de ella, y debían pagar impuestos por el transporte de troncos talados hacia las aguas del Rin. Ahora es un museo de historia bélica y se puede subir a contemplar una vista perfecta del pueblo. Obetorturm, otra torre de vigilancia con techo en forma de aguja octogonal, tiene el escudo de armas grabado y un reloj de sol. La tercera que queda en pie, Niggelturm, se usó como prisión y en la actualidad es el museo del carnaval suabo. Esta celebración primaveral, conocida como “Fasend”, es una seña de identidad y atracción turística a nivel mundial.

El corazón de la ciudad es la pintoresca Plaza del Mercado, rodeada por los edificios con fachadas de entramado de madera. Hay multitud de cafeterías, tiendas de recuerdos y restaurantes en los que hacer una parada técnica para reponer fuerzas y admirar la arquitectura que confiere el carácter de esta población. Aquí también está el Ayuntamiento (Rathaus), un edificio de estilo clásico de tres plantas construido en 1784. Lo que más llama la atención son sus 24 ventanas: se ilumina una cada día desde el 1 de diciembre y revela una ilustración artística diferente oficiando la cuenta atrás para la Navidad. Entre aroma a canela, villancicos, nieve y vino caliente, la fachada se convierte en el Calendario de Adviento más grande del mundo. Destaca también una fuente del año 1582 con una figura que sostiene pergaminos enrollados símbolo del nombramiento de ciudad imperial. Una pareja de cigüeñas crotoreaban en el pico afilado de un tejado y su sonido se extendía como un eco gaseoso por las nubes suspendidas con cuerdas invisibles.

La parte trasera de la plaza esconde dos de las calles más bonitas que he visto en mi peregrinar por el mundo. Se llaman Höllengasse y Engelgasse –que podría traducirse como “callejón de los ángeles”- y son el secreto que guarda la esencia de la ciudad para embrujar a todo viajero curioso que llega hasta aquí. Se trata de dos encantadoras y coquetas vías adoquinadas que se unen en un codo, con casas típicas sureñas a cada lado, muchas de ellas recubiertas de hiedra y flores en pura armonía. Algunas tienen una puerta inclinada para acceder a sus sótanos. Abundan detalles como pozos, mesas y adornos cuidadosamente escogidos. Es evidente que sus habitantes han mimado todos y cada uno de estos estéticos rincones. Hasta 1877, Engelgasse era el callejón donde los judíos vivían y trabajaban. Un escenario bucólico y tranquilo que invita a deleitarse con las pequeñas cosas que no apreciamos en el día a día. Me sentí como si caminara por uno de aquellos cuentos de los hermanos Grimm que ilustraron mi infancia escolar.

Desde una calle que parte frente al pozo de la plaza llegamos al antiguo monasterio benedictino que llegó a albergar a más de cien monjes en sus inicios. En el año 1120  se construyó, anexa a la abadía, Santa María (Stadtkirche Sankt Marien), una iglesia barroca fundada por el Obispo Pirmin con el apoyo de los gobernantes carolingios del otro lado del Rin. Ha sufrido varias desgracias y reformas y a día de hoy es un lugar que respira paz y respeto a su misterio. Es una delicia rodearla para descubrir la muralla medieval y su silencioso jardín envuelto en mariposas. Al traspasar el umbral hacia el patio monástico, que ahora acoge la facultad de la Universidad de Offenburg, veremos la torre del Prelado y el molino, para acceder finalmente a su interior. Entrar aquí fue ingresar en el no-tiempo. De pronto, al mirar hacia arriba, un deslumbramiento místico. Me estremeció el colorido inesperado de sus techos y cúpulas, un lienzo de alegría y luz que lo inundaba todo. Había una primavera entera adormecida entre aquellas columnas. Nunca me había sentido así dentro de una iglesia. Restauró algo roto dentro de mí. Una onda expansiva abrió mi corazón como un nenúfar.

Deshago el poema de Ángel González y lo reformulo como texto para apreciarlo en toda su intensidad y que clave su huella: “Una revolución. Luego una guerra. En aquellos dos años -que eran la quinta parte de toda mi vida-, yo había experimentado sensaciones distintas. Imaginé más tarde lo que es la lucha en calidad de hombre. Pero como tal niño, la guerra, para mí, era tan sólo: suspensión de las clases escolares, Isabelita en bragas en el sótano, cementerios de coches, pisos abandonados, hambre indefinible, sangre descubierta en la tierra o las losas de la calle, un terror que duraba lo que el frágil rumor de los cristales después de la explosión, y el casi incomprensible dolor de los adultos, sus lágrimas, su miedo, su ira sofocada, que, por algún resquicio, entraban en mi alma para desvanecerse luego, pronto, ante uno de los muchos prodigios cotidianos: el hallazgo de una bala aún caliente, el incendio de un edificio próximo, los restos de un saqueo -papeles y retratos en medio de la calle...-. Todo pasó, todo es borroso ahora, todo menos eso que apenas percibía en aquel tiempo y que, años más tarde, resurgió en mi interior, ya para siempre: este miedo difuso, esta ira repentina, estas imprevisibles y verdaderas ganas de llorar.”

Somos las canciones que nos rasgan, un mapa de dunas, una espiral de cuerpos acorazados de cigarras, un cúmulo de gozos, arrecifes y tempestades, y mil anocheceres que sepultan al sol bajo las aguas. Hay una nieve azul en las alturas, hay días en que todas mis arterias te reclaman, hay un instante demoledor en cada madrugada –todas las madrugadas- justo cuando vuelves a mi cabeza y ocupas ese vacío que nunca he logrado enfriar, hay un brillo gatuno en cada amanecer, hay tanta tanta tanta tontería, hay restos de arena que arañan mi alma, un viento que tiembla. Hay un mar de centeno meciéndose bajo un sol de cristal y un lobo que devoró mi corazón. Hay noches de inmensas avenidas que uno sabe dónde empiezan pero jamás dónde acaban.

Y de todo aquello sólo queda la belleza… Cuesta creer que la destrucción alcanzó la soledad de estos tejados rojos y sus colinas de vides y sus cielos de plomo. Ya no me pregunto cómo llegué hasta este lugar sino cómo este lugar llegó a mí. Me fue dado. Sólo me inspira la gratitud y la esperanza de un armisticio. Hay un duelo dentro de mí, un puente ardiendo, otra guerra silenciosa y profunda. “El futuro es otra cosa. Un lugar más lejano que nos mira de cerca y nos ayuda a movernos sobre la piel de los días sin naufragar en los adverbios aún, todavía y siempre. Alguien reconoce el dolor, asume el sufrimiento, intenta el amor, admite la luz y sigue caminando. La narración no está cancelada.”

Dicho esto, bailemos.

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