En mi próxima vida quiero ser italiana. En serio. Amo Italia, es el país que más veces he visitado y no pienso parar hasta que lo haya visto entero. Y cuando lo termine, volveré a empezar. Les hablaré mucho de él porque está lleno de rincones que quiero compartir en el atlas sentimental que voy construyendo en estas páginas. No hay nada más gratificante que regalar los lugares donde uno ha sido inmensa y extrañamente feliz.
Y para comenzar a recorrer juntos esta tierra con forma de bota, hoy nos vamos a un pueblo con un nombre tan locuaz como Locorotondo. No me digan que no suena bien, a mí me parece fantástico.
Se encuentra en la región de Puglia, al sur de Italia, en el tacón, un lugar al que fui a parar después de leer en alguna revista un artículo tipo “Diez lugares que debes ver antes de que el turismo se masifique”. Justo después de esto, me llamó mi amiga I., que no tenía plan para aquel verano.
-Vámonos a Puglia- dije.
-Vámonos- aceptó.
Dicho y hecho. Unos días después aterrizamos en Bari, alquilamos un coche e hicimos de aquel un verano inolvidable. Los mejores planes surgen siempre así, de repente. Como todo, fue el destino. No hay otra explicación. Y la suerte de tener cómplices con un corazón mediterráneo como I., dispuestos a hacer la maleta en cualquier momento y dejar su vida atrás por unos días.
Locorotondo es un pueblecito circular de color blanco asentado en lo alto de una colina y rodeado de verdes campos. Parece una tarta de nata visto desde la carretera y observado por los girasoles. Con un sol de justicia –rozando el termómetro los 40 grados aquel agosto intenso-, paseamos por sus callejuelas solitarias sin que nadie nos molestara. Es un lujo indescriptible soñar por unas horas que eres el único habitante de un lugar así. Sólo se escuchaba el cantar de los pájaros y nuestros pasos sobre la piedra.
Locorotondo –insisto en el musical nombre porque me encanta- huele a pizza, a flores, a verano infinito. Desde las ventanas abiertas ondean las cortinas y se oye chillar a la típica mamma italiana llamando a la familia para que se siente a la mesa. Algunas barren las calles a la sombra o echan agua para refrescar el ambiente. No se puede ser más italiano y más estival: aquí la vida entera es una postal.
Locorotondo –imagino a Gabriel García Márquez escribiendo un libro sobre este pueblo sólo por el placer de repetir una y otra vez ese nombre- es de un blanco puro lleno de detalles como tiestos con geranios, balcones de piedra y tejados puntiagudos de casitas de cuento llamadas cummerse. En medio de toda esa blancura destaca el edificio del Palazzo Morelli, ejemplo de arquitectura barroca que no casa con el resto de la estética de la villa. La espectacular entrada sostiene en lo alto de su marco una pequeña máscara sonriente tallada y el escudo de la familia, cuyo símbolo es un elefante (¿qué demonios hace un elefante en Italia?) que porta una torre sobre su lomo. Adornan la fachada tres balcones llenos de flores que enmarcan la Torre del Reloj al fondo.
Pero lo que más nos gustó de Locorotondo fue San Nicola di Myra, una pequeña capilla que encontramos por casualidad. Desde fuera sólo es una blanca fachada más, una puerta abierta, pero cuando nos asomamos a su interior descubrimos los coloridos frescos pintados en el techo y paredes en el año 1600 que representan ángeles tocando diversos instrumentos sentados sobre las nubes. Allí dentro estuvimos completamente solas y asombradas por el hecho de que nadie vigilara un tesoro semejante.
Así es Italia: abierta, colorida y maternal. Uno se siente en casa y acaba hablando, pensando y cantando en italiano. Debo perfeccionar el idioma para mi próxima vida. Para entonces ya no seremos due ragazze perdute como aquel verano. Cuando llegue ese momento haremos las maletas, pisaremos a fondo el acelerador y no volveremos a mirar atrás. Es inevitable, capisci?
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