La carretera que va desde Cabo San Lucas hasta Todos Santos –unos 80 kilómetros-, en la región mexicana de Baja California, tiene características cinematográficas. En los puntos más altos hay tramos en los que uno mira a la izquierda y puede ver el océano Pacífico y en la parte derecha el Mar de Cortés. Si además se recorre a última hora de la tarde, cuando el sol se va deslizando inevitablemente en picado hacia la línea del mar, una luz de color coral lo inunda todo e imprime un filtro de belleza inigualable al soberbio paisaje de colinas y cactus.
Poco antes de llegar a Todos Santos –uno de los llamados Pueblos Mágicos-, hicimos una parada en la tienda de Justina para conocerla. Un enorme letrero en lo alto del tejado del taller da la bienvenida a los posibles clientes y amigos. Aparcamos en la zona trasera, donde se encuentra su casa. Lo primero que vi al bajar del coche fue un cactus con tres brazos coronados por sombreros. Y después un pequeño porche lleno de niños de todas las edades que, tumbados en el suelo, estudiaban o jugaban en completa tranquilidad.
Salió Justina a saludarnos y fuimos caminando y hablando hacia la tienda. En la parte de atrás había un pequeño porche adornado con cerámicas y dos telares. Ambos los había construido con sus manos Margarito, el padre de Justina. De eso hacía ya muchos años, cuando su madre y él tenían una pequeña tienda en Todos Santos donde vendían objetos de artesanía puramente mexicana. Comenzó a llegar el turismo y la gente montaba tiendas como la suya para poder vivir de alguna manera.
Margarito y su mujer tomaron entonces una decisión arriesgada: marcharse del pueblo. Y montaron la tienda donde hoy estamos, lejos de Todos Santos, en medio del desierto, donde no había nada. A la gente le llamó la atención aquél taller en la carretera alejado de todo. Como tenían los telares, podían fabricar piezas personalizadas al gusto del cliente. La gente empezó a pedirles colchas con diseños únicos y detalles como iniciales o dibujos que tenían algún significado para la persona que lo compraba. Lo que en un principio parecía una locura –irse lejos de donde florecía el negocio turístico- resultó un éxito. La gente venía de todas partes a encargar sus tejidos, el boca a boca funcionaba, y el trabajo se fue multiplicando.
A día de hoy Justina tiene varias tiendas y vive en ésta que visitamos. También tiene 8 hijos y 23 nietos. Observo a algunos de ellos riendo y charlando desperdigados por el suelo del fresco porche de madera, protegiendo con su sombra a esta preciosa familia. El jardín –si así se puede llamar a este trocito particular de desierto- está lleno de detalles coloridos: platos colgados de cactus, pajaritos de madera en los arbustos, huesos de animales y cornamentas. Y encuentro el tesoro de esta casa: un balancín artesanal hecho con ramas y desde el que se puede ver la puesta de sol mientras uno se columpia en la quietud de la tarde. Allí abajo está el mar, el increíble mar abierto, donde un día tras otro esa bola de fuego se sumerge y renace al otro lado.
En la tienda Justina vende de todo: cojines, hamacas, mantas, alfombras, cuadros, tapices, cerámicas. Todo con sabor a puro México. Aquí descubrí un elemento que me fascinó: los alebrijes. Se trata de figuras hechas con cartón o madera que simbolizan los miedos que tiene dentro cada ser humano. Es decir, que cada uno de nosotros tiene su propio alebrije. Están formados por la mezcla de varios animales –elementos como alas, colmillos, espinas, cuernos, plumas-, pintados de colores vibrantes. Esos pequeños seres imaginarios conforman un caleidoscopio de personalidades e ideas múltiples. Representan únicamente a la persona que los imaginó, no puede haber dos iguales.
Me cuenta Justina que los niños de ahora no son como los de antes, que saben mejor lo que quieren, que tienen opiniones. Me habla de los platos que les prepara siguiendo las recetas de la deliciosa comida mexicana. Y que protestan cuando no les gusta, algo que sus hijos no hacían. Mientras hablamos veo a uno de los pequeñuelos, vestido con una camisa a cuadros diminuta y aires de cowboy, que trepa por una silla alta para mirarse en el espejo que cuelga de una columna del porche. Enseguida se acerca su madre para vigilar que no se caiga y sonríe. Me encanta ese detalle coqueto del chiquitín mirándose reflejado en un trozo de cristal.
Pero a lo que voy: hay personas que consiguen vivir como quieren. Y Justina es un ejemplo de ello. Sus pequeños negocios funcionan muy bien pero ella habita, con su familia, una pequeña casita de madera al lado de su taller, frente al mar, con ese columpio que mira al horizonte y le regala un cielo nuevo cada día. Mantiene en perfecto estado los telares que Margarito construyó y me muestra cómo se manejan en bruscos movimientos que habrá repetido millones de veces a lo largo de su vida. Los perros y gatos pasean por allí, juguetean con los ovillos de hilo, el viento sopla y agita las flores, se oye a lo lejos la risa de los niños, el tiempo vuela –aquí, ahora y siempre- para ellos y para nosotros. Y todo esto es un resumen de lo que supone el viaje de la vida. Un segundo inapreciable, el aleteo de un pétalo, la luz tornasolada del estío, el crujido del columpio que se balancea, una gota de lluvia que nunca llegará. Lo mejor de la vida no cuesta dinero pero tiene un defecto: es efímero. Por eso intento que todo quede guardado en mi memoria y en mis fotos, porque todo pasará, ningún día será igual a otro, porque lo cotidiano puede ser también extraordinario.
Justina me da un fuerte abrazo cuando nos despedimos. Un abrazo de madre. Y dice que, quién sabe, tal vez volvamos a vernos. Hay caminos que vuelven a unirse, el futuro es incierto. Pero su abrazo se queda conmigo para siempre. Y nos sonreímos cómplices mientras con la mano nos decimos adiós.
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