Saben, a veces uno no da importancia a cosas que tiene alrededor porque da por hecho que simplemente están ahí, existen por alguna razón –qué más da cuál-, no nos detenemos a mirar, están y siempre estarán cumpliendo su función. Eso pasa, por ejemplo, con los árboles. Estamos rodeados de su presencia pero apenas los vemos.
Yo supe esto cuando empecé a viajar, porque de pronto descubrí especies que nunca antes había visto en mi entorno diario: las bellísimas jacarandas de Lisboa, las orgullosas palmeras de Lanzarote o los misteriosos baobabs de Botswana. Nada de eso formaba parte de mi paisaje cotidiano. Y empecé a mirar a los árboles de otro modo. En realidad lo que sucedió es que empecé a ver sus almas.
Hoy les hablo de uno cuya historia es tan conmovedora que necesita un artículo para él sólo. Además es único, no hay otro en el mundo como él, y su historia forma parte de un pueblo, una isla y un país maravilloso: Indonesia.
Se llama “el árbol de las almas” y se encuentra en la fascinante isla de Sulawesi. Allí estuve conviviendo con la etnia toraja unos días y la historia que hoy les cuento es solamente uno de los tesoros que me traje de esta experiencia.
Cuando nace un bebé muerto o un niño fallece antes de tener dientes, los toraja hacen un agujero en el tronco de este árbol y depositan dentro el cuerpo inerte. Después lo sellan con una pequeña puerta hecha de ramitas. De este modo sus espíritus permanecerán dentro del árbol y crecerán con él.
Los toraja consideran que estos niños aún forman parte del ciclo de la Naturaleza, ya que todavía no tienen un destino en la vida. De otro modo esas almas hubieran vagado eternamente por el limbo. Es un poético modo de conjurar el dolor más terrible. Es un árbol de muerte pero también de vida.
La mañana que fuimos a ver el árbol, el sol brillaba en lo alto del cielo y se filtraba entre las ramas del bosque de bambú donde está ubicado. Apenas se escuchaba el viento y el suave murmullo de las hojas al rozarse. Estábamos solos en este rincón sagrado de la isla y fue un momento verdaderamente emocional. Nos sentamos al lado del tronco y permanecimos largo rato en silencio observando el árbol y captando la energía que desprende el lugar. Hubo una conexión espiritual y todo giró, durante unos minutos, alrededor de ese gran ser vivo y resquebrajado que albergaba en su interior los pequeños corazoncitos de sus eternos habitantes.
Estar aquí es, en parte, un modo de despedirse de esos niños que no conocimos ni nunca conoceremos. Esos que no formaron parte de nuestra vida pero fueron el fulgor de una estrella por un instante. Existieron, sí. Ahora son, quizás, musgo. Musgo y tiempo. Todos lo seremos algún día.
Hay que empezar a mirar el mundo con todos sus detalles, no podemos preocuparnos únicamente de las cosas grandes. Asómense a sus ventanas y busquen el alma de los árboles. Están ahí. Seguro que hay uno que les representa. Todos tenemos nuestro árbol. Les dejo esta reflexión pendiente y obligada.
Tengo recuerdos que no son míos pero los hago propios. Contaba así el escritor portugués y premio Nobel José Saramago una anécdota preciosa sobre su abuelo que nunca he podido olvidar: "soy nieto de un hombre que al presentir la muerte y en espera de que lo llevaran al hospital, bajó al huerto y fue a despedirse de los árboles que había plantado y cuidado, y, llorando, se abrazó a cada uno de ellos y les dijo adiós".
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