A estas alturas del patrimonio emocional que comparto con ustedes en estas páginas digitales – "este camino del leer y del sentirnos", como dice mi admirada Maruja Torres-, ya se habrán dado cuenta de que no sólo viajamos a lugares sino también a los sentimientos y experiencias que algunos de ellos nos ofrecen. Hay muchas formas de viajar y, a veces, lo que menos importa es el destino elegido. Buscamos lo que este deja dentro de nosotros. Esos elementos especiales que no pueden ser retratados en una fotografía. Sólo el tiempo y el recuerdo son dueños de ellos.
Hoy les llevo a la ciudad de New Orleans, en el estado norteamericano de Louisiana, pero no voy a enseñarles una calle ni un restaurante ni un museo… Vamos a explorar un nuevo territorio para el que no hacen falta instrucciones ni planos ni coordenadas. Hoy hacemos un viaje muy especial: vamos a sentir la música. Y no hay mejor lugar que esta ciudad cuya identidad va unida a la historia de los músicos que han transitado sus calles, iglesias, plazas y locales.
Si hay un músico que es símbolo de esta ciudad por mérito propio es, sin duda, Louis Armstrong, pero Louisiana es también la cuna de Mahalia Jackson, Dr. John, Louis Prima, Irma Thomas, Profesor Longhair, The Neville Brothers, Guitar Slim, Pete Fountain, Eddie Bo o Wynton Marsalis… La lista es interminable, ya que un simple paseo por cualquier barrio hará que nos encontremos con bandas o compositores solitarios en todos los rincones. El alma de la música vive en esta ciudad que ha sido arrasada y levantada mil veces gracias al espíritu de sus ciudadanos.
Ante la desgracia, nada mejor que una melodía para que todo vuelva a ponerse en funcionamiento. Aquí la música es casi una religión más. Blues, jazz, cajún, rock´n´roll, soul, funk, góspel, rap… devuelven a la vida a sus gentes, incluso cuando el agua les llega hasta las orejas. Ningún huracán ha conseguido acabar con la tradición cultural de este lugar. Rendirse está prohibido. Me encanta esta frase de Mark Twain a propósito de sus habitantes: "en Nueva Orleans son pocos los vivos que se quejan, y de los otros, ninguno".
El puerto fue un enclave estratégico para la venta de esclavos, pese a ser la ciudad con el mayor número de ciudadanos afroamericanos libres. El jazz se incubó en gran parte por la influencia de las melodías de los esclavos africanos, que cantaban sobre la añoranza de su libertad. Aquí se les permitía reunirse una vez a la semana para tocar y cantar. Es el nacimiento de todos los locales que llenan hoy las calles.
Si algún talento tengo, desde luego no es el de la música. Fui a clases de solfeo siendo niña y no entendía nada. Lo dejé por imposible, me resultaba una tortura. Pero desde bien pequeña desarrollé un gusto apasionado por este arte. La música me acompaña constantemente en mis viajes y mi vida, pone banda sonora a mis días buenos y malos, y no imagino vivir sin ella. En todas sus formas y derivaciones, con todos sus acordes y emociones ocultas. Siempre hay una canción para todo. La música y yo vivimos un apasionado romance que me temo va a durar eternamente. Y que no acabe nunca, por favor.
La falta de talento musical no es el caso de Rose Lynn Harlan, la protagonista de la película “Wild Rose” (Tom Harper, 2019). Cuando, en una visita guiada por el Ryman, considerado "la iglesia de la música country" en la ciudad de Nashville, ella se separa del grupo y sube al escenario del auditorio, también está buscando un sueño. Allí, frente a las butacas vacías, a la luz de colores que entra por las vidrieras y con la compañía de un violinista que está afinando su instrumento, Rose Lynn empieza a cantar con voz aterciopelada y se entrega al momento sin pensar en nada más.
No ha llegado hasta aquí en vano y el camino ha sido difícil. Deja atrás dos hijos, una estancia de doce meses en la cárcel por tráfico de drogas, un novio borrachuzo y barriobajero, y una madre que se ha ocupado de sus nietos durante su larga ausencia y que ahora le exige que siente la cabeza. También ha dicho adiós a una ciudad obrera y gris como Glasgow, un empleo de limpiadora en una mansión, y el espíritu de lucha al que casi había renunciado antes de volar a Estados Unidos. Ha fallado a mucha gente –amigos, familia, jefes que creyeron en ella- pero, sobre todo, se ha fallado a sí misma.
Estrella del Grand Ole Opry desde los catorce años, su voz ha llenado el escenario de ese local durante muchas noches, esperando el momento de dar el gran salto. Y, por fin, ha llegado a esa gran ciudad que, como New Orleans, apadrina el nacimiento de varios estilos musicales y personas que han alcanzado la gloria. Viene a intentar, por última vez, ser una gran cantante de country, porque esa música es "tres acordes y la verdad", como reza el tatuaje que tiene en su brazo derecho y muestra orgullosa cuando le preguntan.
Alojada en el motel Drake, la recepcionista le desea lo mismo que a todos los que llegan allí en busca del gran sueño:
-Que todos tus desengaños sean canciones, y tus canciones, éxitos.
No tardará en darse cuenta, al pasear por la ciudad y entrar en locales atestados de gente, que son demasiados los que quieren y buscan lo mismo. Todos llevan esa pulsión dentro. Algo en el interior de Rose se resquebraja y el sueño empieza a desvanecerse. Incluso desde el lejano Glasgow, desde la rutina y el cielo plomizo, desde los pubs y la lluvia y los trabajos precarios, todo parecía más fácil. Quizás ha llegado la hora de crecer y madurar. Seguramente está pensando en todo esto cuando, tras cantar en el escenario del Ryman, se sienta en la escalera trasera del edificio, presa aún de la magia por lo que acaba de sentir. Ni siquiera oye el chasquido de la puerta que se cierra tras ella hasta que uno de los empleados, de pie a su lado, le dice:
-No sabes la cantidad de gente que hace eso… Se escapan del recorrido del viejo Wyatt, se suben ahí y cantan un tema entero.
-Creía que el tío cabrón iba a llamar a la puta poli –contesta ella riéndose.
-¿Cómo puede hablar tan mal una chica tan guapa? –pregunta el tipo sujetando un cigarrillo humeante entre sus dedos. –Pero, oye, el sábado he quedado para tomar algo con mi amiga Loren –añade mientras se sienta a su lado-. Ella trabaja en Court Records, si quieres conocerla puedes pasarte por el restaurante…
Rose Lynn no duda lo más mínimo cuando le dice que no.
-Gracias, pero… me voy.
La proposición suena tentadora pero ella, de pronto, lo tiene claro. Recoge su bolso y se va. Y camina, esta vez sí, sonriente por las calles de esa Nashville nocturna llena de viandantes y derrotas, de luces y estrellatos que se han quedado en la cuneta. Ya sabe cuál es su destino –el destino que realmente importa- y dónde le espera.
Algo parecido sucede en New Orleans, porque la ciudad entera es un enorme escenario cuyas calles rebosan de músicos buscando una oportunidad. Pocos la consiguen y muchos menos sobreviven. Quizás me crucé con Rose Lynn en alguna acera mientras paseaba por la ciudad, y nos miramos fugazmente. También por aquí caminan a la deriva rosas escocesas como ella. La dificultad para entrar en esa ruleta de la suerte que es el mundo discográfico y salir con éxito de él es enorme. Pero no hay un lugar en todo el planeta donde se viva la música como lo hacen aquí.
Cuando uno camina por sus calles se ve envuelto en todo tipo de acordes, historias por contar, otras que ya han sido contadas y una emoción contenida por la lucha que libran esas personas tan especiales que son los músicos. Hay días que sólo son el ladrido de una lluvia cansada. Muchos tendrán que volver a su casa con la maleta y el bolsillo vacíos, o tomarán un camino distinto que los aleje del sueño. Del gran sueño. Otros pocos elegidos se subirán a un escenario, un foco los iluminará y una muchedumbre vibrará bajo el influjo de su arte. Pero el espíritu de New Orleans los acunará siempre. Y la música -cualquier tipo de música- nunca dejará de sonar.
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