Caía el sol a última hora de la tarde de un tórrido verano e I. y yo recorríamos una carretera al borde del mar Mediterráneo. Estábamos en Córcega, una isla francesa que es un trozo de sueño emergiendo de las profundidades, una montaña inmensa acariciada por el agua, y subíamos por el Cap Corse, la península que delimita su costa superior derecha.
Conducía I. mientras yo iba disfrutando del paisaje y buscando alguna fotografía, con la radio sonando estival y festiva a todo volumen. Vi un recodo al borde del precipicio donde los pinos daban sombra y le pedí a I. que parásemos a echar un vistazo. Nos asomamos al infinito turquesa que se extendía ante nuestros ojos y nos envolvió esa brisa cálida y familiar entre el canto de las cigarras.
Había una escalera casi escondida entre las rocas que bajaba hacia el agua y decidimos aventurarnos por ella. Desde lo alto se divisaba un pueblecito encantador hecho con casas viejas, un pequeño puerto donde dormitaban las barcas y un muelle donde los niños reían y jugaban ajenos al mundo.
Bajamos por una calle de piedra bordeada de hortensias rosadas hasta una pequeña plaza donde había un antiguo lavadero abandonado. Se abarcaba el puerto de un vistazo y las aguas mansas que en aquella zona ni siquiera formaban olas, tan plácida era la tarde. En la parte alta vigilaba la vida una torre genovesa semi derruida como muchas otras en esta isla bendecida por el tiempo.
Estos torreones y fortificaciones fueron construidos durante la ocupación genovesa de Córcega y hoy en día son un símbolo más de la isla. En el Cap Corse se concentran 32 de las 67 que quedan y que antiguamente defendían el litoral corso. Están consideradas monumentos históricos de Francia pese a que muchas son sólo ruinas. Aunque no son especialmente altas, albergan tres plantas en su cuerpo circular más una terraza superior con garita. Son testigos privilegiados del mar y los pescadores que aún quedan aquí.
Callejeamos por el pueblo, y cuando digo callejear me refiero a que recorrimos las dos calles que forman el conjunto, así de pequeño es Porticciolu. Los balcones se asoman a la orilla, la gente tiende la ropa a secar en cualquier rincón, las hojas de parra trepan por los muros y una estrecha iglesia pintada de blanco se aprieta entre dos casas intentando destacar del resto de edificaciones. La verja está estropeada y hay flores secas adornando la fachada agrietada. El campanario se asoma desgastado en medio de los tejados de pizarra vieja y colorada.
Apenas pueden entrar los coches debido a que parte de las calles son escalinatas para salvar la escarpada costa, y esto es lo que hace de este pueblo un tesoro resguardado del mundo. Como si no quisiera aparecer en los mapas, como si se escondiera de los gatos, como si hubiera roto el reloj. Me encanta dar con esos lugares alejados de la vida pero, al mismo tiempo, presos en ella, cauterizados en el recuerdo, intocables en la memoria, ajenos al óxido de los días.
Una calle que sube y otra que baja, eso es todo Porticciolu, con ese nombre tan italiano. Caminaba I. secándose el sudor y yo detrás observando la lentitud de la tarde colándose entre las chimeneas. Queríamos saborear un poco más el instante. Bajamos al mar y al lado del muelle había una casa que parecía envejecer a marchas forzadas. Tenía una pequeña terraza de cemento y piedra con dos hamacas esperando a alguien que se tumbara a tomar el sol o dormir una plácida siesta –ese instante diario y sagrado-. Más allá pude ver a dos hombres que jugaban a las cartas y hablaban disfrutando las últimas horas del día.
Nos sentamos un rato en el murete del puerto para ver cómo el sol se zambullía tras los pinos y estuve observando a los niños que intentaban pescar en el borde del muelle. Sus risas llenaban el ambiente, iluminados por los últimos rayos. Qué deliciosa felicidad, pensé. Mientras, en el otro lado, los adolescentes tomaban el sol ajenos al paso de las horas, con sus toallas y trajes de baño de colores. Ya estaba el pueblo en sombra y ellos atrapando en su piel el rastro salado y marino del estío. Lo tenían todo en sus manos y ni siquiera eran conscientes de ello. Resultaban insultantemente jóvenes. Aún no se habían deshilachado las costuras de su realidad. Rozaba un suspiro las azules olas.
Aquí ha pasado de largo el invierno, siempre es verano en Porticciolu. Eternamente los niños lanzan sus sedales al agua, se bañan en el mar bajo la discreta vigilancia del torreón y la brisa agita levemente las sombrillas abiertas. Huele a flores salvajes, que crecen entre los adoquines, coloridas y orgullosas. Todavía no saben de derrotas. Y todo permanece quieto en el territorio de mis recuerdos, ajeno a la lluvia y el misterio del deseo.
Lo expresaba así en un poema Juan Vicente Piqueras: Todo está a punto: el mar, el aire, el atlas. / Sólo me falta el cuándo, / el adónde, un cuaderno de bitácora, / cartas de mareas, vientos propicios, / valor y alguien que sepa / quererme como no me quiero yo. / El barco que no existe, la mirada, / los peligros, las manos del asombro, / el hilo umbilical del horizonte / que subraya estos versos suspensivos…
Cae la tarde infinita sobre el puerto. Vuelvo a Porticciolu mentalmente algunas veces cuando nieva más allá de mi ventana. La vida se nutre de estos pequeños detalles. Necesitamos más días de sol dentro de nuestro corazón. Necesitamos más niños riendo y tercas olas empeñadas en la repetición y tener la posibilidad de nadar en lo imperceptible, más veranos. Asomarnos sin miedo al precipicio del recuerdo y no olvidar que hay tantas razones para ser felices.
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