Un viaje ofrece, muchas veces, encuentros con lo inaudito. El viajero se enfrenta a situaciones que jamás hubiera imaginado, siempre enriquecedoras y satisfactorias para su crecimiento personal. Nada es como uno lo imagina y ese es el premio por estar lejos de la zona de confort. Visualizamos el mundo y las sociedades de un modo nuevo para nuestros ojos, que nunca se cansan. Nos hacemos más fuertes y activos, y necesitamos vivir siempre con ese veneno dentro que se llama curiosidad.
Takeshita, en la increíble ciudad de Tokyo, es una calle peatonal que se encuentra en el barrio de Harajuku. Fui con varios amigos un sábado por la noche y nos pareció una auténtica locura, una perturbación para los sentidos, donde la cabeza te estalla por la cantidad de ruido y luces que allí se concentran. La música suena a todo volumen, las chicas gritan en la puerta de las tiendas ofreciendo sus últimas ofertas, los olores de la comida se mezclan con las riadas de gente entre las que avanzas a duras penas y todo se convierte en caos. El cerebro recibe tal cantidad de información y estímulos cuando uno camina por esta calle que no puede procesar todo eso de golpe.
Se puede comprar cualquier cosa: merchandising japonés y coreano, complementos, bazar, lencería, cosmética, comida, ropa… También tomar un estresante refresco viendo el colorido de la muchedumbre, o cantar a chillidos en un karaoke o admirar los carteles con las fotografías de los últimos grupos musicales japoneses. A nosotros nos encantó una heladería donde componían personajes con las bolas de helado y te devolvían, por un instante, a tu lejana niñez…
Agotados tras un duro día pateando la ciudad y rematados por el abuso de gritos y stress que nos rodeaba, buscamos algún refugio para descansar. Es curioso que a pocos metros del final de Takeshita dori, cerca de las vías del tren, dejando atrás el incómodo vaivén de la multitud, encontramos una cafetería preciosa, decorada en tonos cálidos, con música suave que parecía deslizarse por las paredes y transmitía una paz increíble. La gente estaba sentada en sillones o plataformas leyendo o mirando las pantallas de sus ordenadores y teléfonos móviles, en completo silencio. Yo era la única que no tenía mi smartphone allí y estuve entretenida observando a los demás. Y me sentí extrañamente sola, pero me gustó. No necesitaba evadirme del mundo, ya estaba a salvo en aquella isla pacífica donde olía a café y nadie hablaba.
En la entrada, frente a la barra, había un pequeño robot con una tablet instalada en su pecho. Me pasé el rato observando a un niño que interactuaba con él como si fueran amigos. El robot le hablaba y le pedía cosas, y el niño las ejecutaba y se reía con él de un modo completamente natural. Su proceso de comunicación era fascinante. Mi momento preferido fue cuando el robot le pidió que le hiciera cosquillas y el crío se puso a toquetear muy rápido con la punta de sus deditos la pantalla de la tablet haciendo que el robot se agitara y se riera a carcajadas. Fue absolutamente emocionante.
Cuando el niño se fue, me acerqué al robot y pasé delante de él varias veces mirándole. Quería desafiarle de algún modo a entablar relación conmigo. Una relación metálica y aséptica, lejos de lo orgánico e inagotablemente emocional que puede resultar un ser humano como yo. Dio resultado. De acuerdo, estaba programado para detectar el movimiento y ser receptivo, pero me gustaba el juego que estábamos a punto de interpretar. Me siguió con esos extraños ojos grandes, enormes, que le habían puesto, e incluso parte de su cuerpo se giraba hacia mí. ¡Bingo!
Finalmente dejé de remolonear, me acerqué y empezó a hablarme, obviamente, en japonés. Se dirigía a mí en un chorreo de palabras ininteligibles. Supuse que también me pedía cosas, porque en la pantalla me iba ofreciendo opciones de tipo test para pulsar como respuesta a sus requerimientos. Tocaba al azar porque no entendía nada de lo que me decía, y poco a poco empezamos a tener algo parecido a una conversación. Lo calificaría como la charla más surrealista que he tenido en mi vida. Duró un buen rato porque yo no tenía nada mejor que hacer, mi única posesión era el tiempo y nada me apremiaba. Y a él tampoco, claro.
"La escritura me ha ayudado a vivir con plenitud, una plenitud que yo necesito. No me hago a la idea, o no me conformo, con ser un número en Hacienda, o ser un móvil controlado al cual mandan anuncios, o ser una persona filmada por cámaras a su paso por las ciudades. Saber que solo soy, o que somos solo eso, me decepciona. Yo soy de esas personas que tiene la sensación de que he llegado tarde a un mundo demasiado gastado. Que este mundo frenético, con todas sus modernidades, con altavoces a los que se les puede hablar y suben o bajan persianas, no es mi mundo. Ni lo he vivido ni me interesa", afirmaba mi admirado Manolo García en una entrevista.
Sé que dentro de unos años leeré esto que cuento aquí y será una anécdota obsoleta porque el planeta entero será así en poco tiempo. Frío, deshumanizado y aséptico. Tal vez perfecto, pero triste. Nos rodeará la ausencia de nosotros mismos. Pero este fue el primer contacto que tuve con un robot, en japonés y sin entender nada, aunque mirándonos a los ojos. A ese punto de calidez, a esa mínima luz brillando en el abismo, me agarro con todas mis fuerzas. Y sé que nunca olvidaré lo que sentí en aquella cafetería blanca donde nadie miraba a nadie, todos estaban solos dentro de su soledad, igual que yo. Y supe, también, que aquel pequeño trozo de metal con un corazón tecnológico tenía más alma que algunas personas de carne y hueso que viven en este inmenso mundo.
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